Según
nos cuenta la historia, durante el reinado de Felipe V en el Siglo XVIII se plantaron en una
de las calles principales de la Madrid cinco pinos. El primero de
ellos estaba en lo que hoy sería cerca de
Atocha. Los demás, situados a una notable distancia unos de otros, seguían por
todo el eje hasta llegar al punto donde hoy están Nuevos
Ministerios, punto donde se alzaba el quinto y último
pino.
La
gente los utilizaba en aquella época para concretar sus encuentros, como hacemos ahora por ejemplo en el Oso y el Madroño o en Cibeles. Lo habitual era
quedar en los dos o tres primeros puestos que el quinto, el más alejado,
quedaba a las afueras de la ciudad. Precisamente, en él solían quedar los enamorados para poder darse los besos y caricias
que tan mal visto estaba darse en público por aquel entonces.
Fueron
por tanto parejas de novios los que, en busca de algo de intimidad, se daban
cita en ese punto, alejados de las miradas curiosas. Una costumbre que motivó
una expresión muy utilizada varios siglos después, la de ubicar algo que está
muy lejos en “el quinto pino”.
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